Mi visitante se echó a reír alegremente y me miró de esa manera en que todo hombre querría que las mujeres le mirasen. Turbado, enardecido, insidiosamente tranquilizado por la estilográfica que ella había tapado y guardado, me lancé sin reserva a un discurso sobre el Museo, los profesores, los estudiantes, el director, un enorme y abigarrado fresco de caricaturas que habría hecho las delicias de una reunión de antiguos alumnos.
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