La veo, intacta, luminosa, transparente, en la distancia inmensa del tiempo, cruzar las salas del palacio romano, conjurando con su aparición a los duendes y a los vampiros que lo habitaban. La veo, inclinada en las terrazas de Bomarzo, bajo un quitasol redondo, o avanzando por el jardín italiano de la villa, entre los canteros geométricos, tan radiante que sus ojos azules brillaban más que las alhajas de sus manos y de su seno, y que su piel, adivinada bajo el velo con el cual se protegía del aire, parecía esparcir a su paso una suave claridad, como si toda ella fuera una lámpara de alabastro encendido.
Diana de Orsini. Bomarzo. Manuel Mujica Láinez
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