Vivíamos en un mundo en el que Dios existía hora a hora, minuto a minuto. Rezábamos al comenzar las clases, al terminarlas, nos santiguábamos al atravesar la calle; besábamos las manos de los sacerdotes, orábamos al acostarnos, al levantarnos, al sentarnos a la mesa; al levantarnos de ella... Cada acto de nuestra vida era un sacrificio hecho a Dios, bien fuera para complacerle, bien para provocar su ira,
(Juan José Millás. El mundo)
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